Como ya he comentado con anterioridad en este blog, prácticamente han desaparecido los espacios impresos donde la nueva generación de creadores venezolanos y caraqueños puedan publicar sus textos, o cualquier otra generación que escriba. Es por ello que le he ofrecido a mis alumnos de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela un espacio en mi bitácora, gratamente sorprendida por algunos de los textos que me están entregando en el curso que actualmente dicto. Inicio, pues, este espacio para los novísimos narradores caraqueños con un texto de Andreína Acosta, estudiante del segundo semestre:
LA VIDA
Andreína AcostaDoce del mediodía. Sol abrasante, brisa inexistente, multitud atrincherada, estruendo incesante. Centro de Caracas. Sentado al volante de mi carrito por puesto. Cansado, sudado, hambriento y malhumorado. Miro hacia atrás y observo mi trabajo, concurrido, mediocre, ruidoso. Miro hacia afuera y me provoca salir corriendo, a abrazar esa niña de 6 años, a comer arroz con pollo, a fumarme un cigarro, a ser chamito otra vez y ser feliz jugando béisbol. De veras el calor es insoportable. Sube una viejita, no paga el pasaje, sube un muchacho alto y paga su pasaje completo. Sube un extraño señor, de ojos amarillos y cabello teñido del mismo color. No tiene un diente pero tiene una bolsa en su mano izquierda, en la derecha un arma calibre 22. Al verlo pienso "estoy frito" y automáticamente mis manos, sin mi permiso, comienzan a apretar la corneta, una y otra vez. Miro nuevamente hacia afuera, nadie se entera de nada, mi corneta está ignorada, sobrevaluada, opacada, perdida sin retorno entre tantas otras cornetas y tanto estruendo. Miro alseñor con ojos de súplica. No sirve de nada. Me pone el arma en la cien y con delicadeza me dice "cierra la puerta". En este momento dejo de pensar, mis neuronas se van a-no-sé-dónde y hago lo que el malhechor me ordena, el pánico se apodera lentamente de mí. "Mire pa'lante y no haga nada extraño, compórtese normal". Eso hago, solo observo la calle trancada que está frente a mis ojos. La cola interminable. El semáforo tan lejos y tan apagado. Los buhoneros tan numerosos, la calle tan colapsada. Nadie se enterará que esto ocurre en mi carrito por puesto. El hombre camina hacia atrás y vaya usted a saber qué hizo y deshizo con mis pobres pasajeros. A los dos minutos vuelvo a sentir el acero frío en la cien, y locamente siento un extraño alivio. "Gracias mi pana, dame tu aparato celular ahí y ábreme la puerta si no es mucha molestia"... Escucho ahora a todas las personas detrás de mí, llorando, gritando, desesperados. Apenas abra esa puerta todos enloquecerán. Creo que cuando llegue a Capitolio dejaré de trabajar por hoy, y me iré a ver a mi chamita, mi vida. "Dios me lo bendiga, papá", y abrí la puerta de mi carrito.
Doce del mediodía. Por la ventanita entra apenas un fresquito lleno de humo y un olor extraño. El calor es impresionante. El ruido terrible de los carros afuera hace que duela la cabeza. La bolsa del mercado que tengo en las manos no permite que corra sangre hasta la punta de los dedos de mi mano derecha, está dormida. La carpeta con los papeles de la universidad de mi hijo está en mi mano izquierda. La cuido como a nada, lo han becado por completo en una universidad de afuera y no puedo estar más orgullosa. No me aguanto a llegar a la casa para decirle que ya todo está listo, que tengo todo aquí, en mi carpetica de tela. La camionetica está llena, pero logré sentarme en la ventanita a nivel de medio pasillo. De repente entra al carrito un muchacho extrañísimo. Con ropa inapropiada, así es. Tendrá la edad de mi hijo. Qué susto tan terrible al ver el arma en sus manos y la bolsa negra de basura. Le dice algo al conductor, sí, le dijo algo. Lo amenaza con la pistola y yo me siento amenazada. Empieza a caminar hacia mí, a su paso arrebata de las manos de todos sus pertenencias, celulares, carteras, dinero, relojes, reproductores de esos modernos, de música. Llega a mí. "Esta humilde señora no tiene nada que darte hijo, llévate la comida, si quieres y este par de monedas". Mi voz tiembla. Se parece mucho a mi hijo. Joven, alto y fuerte. La carpeta de la universidad se mantiene oculta entre mi espalda y el asiento y un Padre Nuestro se me queda a medias cuando el muchacho la ve y la toma. Mis súplicas hacia él no son escuchadas, lloro y jalo su camisa, y el delincuente deja de parecerse a mi hijo y me apunta con el arma. "Tranquila viejita o tu sabes". Miro al espaldar del asiento de enfrente, está un Divino Niño Jesús. Se me olvida el Padre Nuestro. Los segundos pasan volando. El malhechor vuelve a pasarme por al lado, le dice algo al conductor. El conductor exhala y relaja su posición, pude notarlo. Abre la puerta y deja marcharse al ladrón, lo veo marcharse con la vida de mi hijo... metida en un saco negro.
Doce del mediodía. Mi jornada de trabajo culmina por hoy. Poco a poco reúno el dinero para presentar la prueba de aptitud académica que se aplicará en unos días. Subo al carrito que me deja en mi casa detrás de una viejita coja. Me dispongo a pasar largo rato aquí adentro, la cola es bestial. Pago mi pasaje completo y siento un dejo de melancolía cuando leo sobre el retrovisor: "Estudiantes con carnet Bs. 3". Camino hacia el final, hasta la última fila de puestos. Tranquilo, lentamente. El carrito es un lugar fresco comparado con mi isleta y mi semáforo. Encuentro un lugar en el asiento que da hacia el pasillo, y veo caminar hacia mí a un muchacho de mi barrio. Juan de Dios. "Este men tiene mala fama", pienso sin más preocupación que el hambre que resuena en mi estómago. ¡Qué impresión cuando veo que Juan está asaltando a la gente! Robándole todo y metiéndolo en una bolsa negra. Apunta a tres señoras con su pistola 22, hasta llegar a mí. "Pasó hermano, ¿cómo 'ta todo?. "Dame ahí to' lo que ganaste hoy, y no estaría mal que me dieras esos palos también". Mis ojos se salen de sus órbitas, mis manos tiemblan, mi respiración se entrecorta, las palabras no salen de mi boca. Mis malabares no, mis malabares no. Mi mirada le suplica. No sé de dónde sale la fuerza que aplico en impedir que me los arrebate. ¡Mis malabares no! Pero es inútil. Me los quita y se ríe y saca la lengua y me apunta con la pistola en el medio de la frente. Mis malabares. Se da la media vuelta y camina de nuevo hacia adelante, le dice algo al conductor, ¿qué le habrá dicho? y se baja tan campante del carrito. Mis malabares. ¿Eso es todo, así de fácil? Mis malabares, tanto que valen mis malabares. Doce y diez minutos del medio día. Hace un frío terrible. ¿Sabrá Juan de Dios que en su bolsa negra de basura se llevó mi vida?