El poeta chiapaneco Balam Rodrigo
El estado de
confinamiento social debido al CONVIT-19, que mantiene en sus casas a millones
de personas alrededor del mundo, nos ha llevado a una suerte de vida “suspendida”
en la que nos hemos avocado a las actividades más básicas, ver cómo
sobrevivimos en medio de esta situación inesperada y de dimensiones nunca antes
vividas. Por lo tanto no podemos preveer, a ciencia cierta, los cambios que
traerá y las consecuencias de esos cambios. A algunos de nosotros nos ha llevado
a reflexionar, con inquietud, sobre el mundo en que vivimos y el mundo que nos
espera cuando esta pandemia pase. Es evidente que la humanidad ha llegado a una
situación límite, que ha generado mucha destrucción, mucho dolor y mucho
sufrimiento. Pero pareciera, que infelizmente, algunos líderes políticos del
mundo siguen sin comprender la gravedad de la situación. Siguen respaldando
intereses egoístas que han significado el sufrimiento y la muerte de miles de personas
inocentes. Esto da profunda tristeza y rabia a cualquiera con un mínimo de
sensibilidad humana. Lo que me lleva hoy a compartir los textos que hoy
comparto del poeta mexicano Balam Rodrigo.
En estos días de cuarentena estuve
asomándome a un taller poético que ha coordinado el escritor nordestino mexicano
Juan Humberto Chávez. En una sesión en la que se comentó el tema de la poesía
social el maestro mencionó a Balam Rodrigo, poeta de Chiapas, al que, como era
de esperarse, no había leído. Entonces me puse a indagar sobre él y sobre su
obra. Me avergüenza un poco no haberlo leído antes, en lo que va del siglo XXI,
con apenas 45 años, ya tiene una obra extraordinaria y ha ganado lo más
importantes premios poéticos que se otorgan en México, entre ellos el más
importante, el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2018, el cual ganó
con el libro de poemas que hoy les comento LIBRO
CENTROAMERICANO DE LOS MUERTOS. A través de los medios de comunicación,
todos hemos escuchado o leído sobre la terrible violencia que se ha desatado en
México y en Centroamérica en las últimas décadas, desde las guerras civiles en
la década del 80, los levantamientos, como en encabezado por el famoso
comandante Marcos y en décadas más recientes los crímenes inenarrables del
narcotráfico y la configuración de las maras. Por su trascendencia, hace varios
años, ocupó la primera plana durante meses el asesinato y desaparición de los 43
estudiantes de Ayotzitnapa, crimen que sigue sin haber sido esclarecido. Cuando
pasan los titulares se olvida que cada persona asesinada tenía una vida,
irremplazable, y seres que los amaban.
El libro que quiero comentarles, del
cual compartiré algunos textos EL LIBRO
CENTROAMERICANO DE LOS MUERTOS de Balam Rodrigo, se vincula con esas
realidades que vengo comentando. Más allá de esos titulares sobre la violencia
en Centroamérica, que se olvidan, Rodrigo nos entrega en su libro las voces de
migrantes centroamericanos, asesinados de una manera atroz, mientras huyen
precisamente de la violencia en sus países de origen. Como aquellos muertos de
Pedro Páramo de Rulfo o de La Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters,
son los propios muertos quienes toman la palabra, quienes nos cuentan, como
buscando un sueño terminaron encontrando una muerte terrible. No es como leerlo
en un titular de noticias. Porque cuando lo lees o lo escuchas en el noticiero,
entre tantos acontecimientos y tragedias, los asesinatos o las muertes de
migrantes no los ves en su dimensión humana. (No olvidemos los africanos que también
mueren en medio del mar, buscando llegar a algún puerto europeo). Esas
personas, entre las cuales hay niños, tienen una historia, tienen un hogar que
han tenido que abandonar, han hecho enormes sacrificios hasta llegar a la frontera
de México o de Estados Unidos. De esas tragedias que han terminado volviéndose
cotidianas, nos habla el poeta chiapaneco y nos las cuenta en un lenguaje
también cotidiano y cumple así el objetivo de darle voz a los que no tienen
voz, porque no la tenían mientras vivieron y ya no la tienen, porque se
convirtieron en una suerte de desecho, de la terrible maquinaria que opera en
las fronteras, donde la vida humana no vale nada. Vamos a darles voz, que
puedan hablar en estos versos:
Tengo 11 años, ahora y para siempre.
Nací en el Barrio FendeSal de Soyapango,
cerca de San Salvador, pero a mí nadie,
nunca, me salvó.
Mi padre fue asesinado por pandilleros
de la Mara Salvatrucha,
le quitaron una soda y una cora; no tenía más,
ganaba tres dólares al día en el vertedero.
Yo le ayudaba jalando el carro
y a veces encontrábamos comida
en las bolsas de desechos que llegaban de Metrocentro
y regresábamos contentos a la casa.
Huí de Soyapango con Pablo, de quince años,
mi amigo de la calle.
Quería ser futbolista como yo y jugar
en la Selecta, iríamos a la MLS a probar suerte,
por eso intentamos llegar a Estados Unidos,
en donde hay más dólares que pandillas.
En un local de tortas mexicanas,
en Coatepeque, Guatemala, miré en la tele
un bárbaro documental sobre el Mágico González:
jugando para el mejor Cádiz de la historia
le metió dos goles al Barcelona
el año en que nació mi padre: 1984;
lloré de la emoción.
Dos días hasta llegar a la frontera con México;
atravesamos el río y subimos al tren La Bestia
adelante de Tecún, en Ciudad Hidalgo.
Antes de Arriaga me quedé dormido
y todavía sigo cayendo.
Llevaré para siempre, como el Mágico,
un 11 tatuado en la espalda;
quizá por el número de bolsas en que guardaron,
todo partido, mi cuerpo;
tal vez porque traía puesta la camisa de la Selecta
con la misma cifra o porque la muerte lleva
el 11 infinito de las vías del tren grabado en el vientre.
Antes de caer, Pablo me contó este sueño:
Veía yo a Roque Dalton levantarse de entre los vivos
y venir de nuevo al mundo de los muertos.
A su diestra, el Mágico González driblaba a la muerte
y le hacía la “culebrita macheteada”
pateando cabezas decapitadas de pandilleros cuscatlecos,
haciéndole tremendo caño entre las piernas.
El estadio Flor Blanca estaba lleno, había un velorio inmenso
donde la muchedumbre velaba a los migrantes muertos.
Sé que Dios juega futbol allá en el cielo.
Pero aún no quiero estar en su equipo.
Me quedaré esperando en la banca
hasta que me llamen, sonriendo,
mi amigo Pablo y el Mágico González
para jugar con ellos.
§
‘Levanta’ comando a ocho migrantes: un comando “levantó” a
ocho migrantes centroamericanos, tres hombres y cinco mujeres, cuando rezaban
en un templo de la ranchería Buenavista del municipio de Macuspana, a 80
kilómetros al sur de Villahermosa, Tabasco, confirmó la policía local
Levantar (privación ilegal de la libertad): solemos usar en
el lenguaje noticioso «levantar» y palabras derivadas para referirnos al delito
de privar a una persona de la libertad ilegalmente: «Levantan a hombre, regresa
herido» [El Norte, noviembre 11, 2013] o «Graban levantón» [AM, octubre 18,
2013]. «Levantar» a alguien significaba, en ciertos contextos, «recogerlo»,
«pasar por él». En su acepción hoy generalizada mediáticamente, tal vez dicha
expresión provenga del argot delincuencial o policial que la acuñó para
disimular la retención, secuestro o detención ilegal o arbitraria de personas
(con frecuencia seguida de secuestro, tortura, asesinato o desaparición).
«Levantar», también se refiere a una detención arbitraria, es decir, cometida
por un servidor o funcionario público.
§
(Oración del migrante)
No quiero levantarme, padre.
No me levantes, madre.
Prefiero caer, prefiero caer,
en los filosos y amorosos brazos de La Bestia.
Nadie quiere ser levantado, madre.
Nadie quiere ser levantado, padre.
Me levantabas para ir al colegio, padre.
Me levantabas para ir a jugar, madre.
Me levantaba del sueño la caricia de tus manos,
madre, me levantaban de la mesa tus palabras,
padre, y yo levantaba la cara hacia el sol.
Una vez levantados íbamos a la milpa,
íbamos al bosque, a los yerbajes del tiempo.
Pero aquí en Tenosique, padre,
otros me han levantado, madre.
Con humillaciones, con torturas,
con violaciones, con masacre.
Me han levantado más temprano
y más tarde que usted, madre,
y para siempre, Padre.
No quiero ya que me levanten.
Nunca levantarme,
que nadie más me levante.
Las sábanas que cubren mi rostro
no son blancas, están teñidas de sangre.
Llévense mi cuerpo en andas, hasta Honduras.
Llévense mis lágrimas, mi cuerpo a lomo de ataúd.
Llévense mis huesos negros y entiérrenlos en Tegus.
No quiero que vuelvan a levantarme, padre.
No quiero que regresen a levantarme, madre.
No quiero ser levantado. Díganles que no estoy.
Nunca me levantes, padre.
Nunca me levantes, madre.
§
Las Patronas, 17 años de ayuda concreta a los migrantes. Por
los esfuerzos que implica ofrecer un taco y agua, día a día desde 1995, sin
recibir un peso, a los migrantes que viajan en el tren conocido como La Bestia,
el grupo de mujeres veracruzanas recibe premio de derechos humanos
Para Las Patronas, que tienen más güevos que cualquier gallo
Tormenta en La Patrona, Amatlán, Veracruz.
Es una noche encendida con lámparas de petróleo;
la luz se ha ido —la del sol, la de los cables—.
Riñe con furia la lluvia contra el techo, agua en láminas
vencidas por el tableteo de las metrallas.
Café de tortillas quemadas, negras hasta el carbón,
coladas con un trapo de manta.
No hay más que tortillas para saciar el hambre,
frijoles hervidos con leña.
El fuego ilumina rostros, calienta sombras.
Tiritan los migrantes con tazas en la mano,
pequeñas hogueras de agua, velas de azúcar
para el camino.
Hablan poco, llevan los ojos a la tierra,
a sus grietas, y la ceniza escarcha
los pies con su nieve de maderas calcinadas.
Trepida el tren la tierra con sus pasos;
brama profundo, hace morir los restos del sol.
Dos nicas abren las pupilas como salvajes gatos:
“mañana subiremos a La Bestia, mañana”.
Sin embargo, se levantan.
Balam Rodrigo
Entre su obra destaca Hábito
lunar, Silencia, Bitácora del árbol nómada y Marabunta, entro otros.