Al igual que los antiguos tengo un irracional temor a la oscuridad. No me gusta la noche ni la oscuridad del alma. A pesar de que ya hace muchos años alguien tratara de explicarme que en la oscuridad existe lo mismo que en la luz, para mí la oscuridad está asociada a un sentimiento que no me es grato. Mis angustias, tan hondas y dolorosas en la noche insomne, en el día se atenúan, se hacen más llevaderas. La oscuridad del alma humana es un puñal que hiere mi costado sin remedio: nada disipa el dolor que me produce vivir en un mundo no confiable, en el que las personas, gratuitamente, o por razones que nunca aceptaré como válidas para mí, me hacen daño o dañan a otros. Recientemente, y quizá no por azar, cayeron en mis manos dos libros que he disfrutado, sobre los que me gustaría reflexionar y que se vinculan con esto que vengo diciendo: Despachos del Imperio de Boris Muñoz e Intriga en el car wash de Salvador Fleján. Ambos libros tienen el mismo referente, los Estados Unidos de Norteamérica, pero lo representan desde dos discursos y perspectivas distintas. Boris Muñoz desde la crónica periodística y Salvador Fleján desde la narrativa de ficción. Yo que tuve el azar de leer ambos libros uno detrás del otro les encontré más de un vínculo en común.
El mapa geopolítico y espiritual del planeta cambió, sin duda, luego de las dos grandes guerras mundiales del siglo XX. Las confrontaciones políticas dejaron de hacerse en un campo de batalla y cuerpo a cuerpo para masificarse y hacerse en las ciudades, afectando a civiles, por lo general inocentes, y a los espacios de convivencia ciudadana. En la segunda guerra mundial, ocurren dos situaciones monstruosas que marcan el destino humano y que para mí sientan las bases de lo que hoy se conoce como el pensamiento postmoderno: la instalación de los campos de concentración por la Alemania nazi y el lanzamiento de las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki por los Estados Unidos de Norteamérica. Estas situaciones hacen del planeta un lugar no confiable, en el que el Poder de una nación, no sólo determina tus condiciones de vida, lo que puedes comer o no, lo que puedes adquirir o no, sino determina tu derecho a la vida y tu derecho a vivir en paz y con dignidad. Como se sabe, las personas asesinadas en los campos de concentración fueron primero torturadas, vivieron sus últimos días en condiciones infrahumanas y asimismo fueron conejillos de indias para experimentos. Así como muchas armas letales y destructivas han sido probadas por el Imperio norteamericano cada vez que propicia una guerra para defender la paz y la democracia. A mis alumnos de la Universidad Central suelo enseñarles fotos de los campos de concentración y de la bomba atómica y sus consecuencias porque como futuros periodistas es indispensable que entiendan qué ha determinado la configuración del mundo en que viven, que la caída de las torres gemelas en la ciudad de New York tienen antecedentes, igual de atroces, igual de desmesurados. También han visto a los niños vietnamitas huyendo aterrorizados del napalm.
El Imperio, al que hacen referencia Salvador Fleján y Boris Muñoz tiene, pues, su historia. Ambos, Salvador desde la ficción y Boris desde la crónica periodística, nos muestran, una visión latinoamericana del monstruo, desde adentro. No por casualidad piensa uno en el caballo de Troya. El Imperio que ha fagocitado nuestras sociedades durante más de un siglo, empieza a resquebrajarse. El Imperio que ha llenado con violencia y antivalores al mundo mediáticamente, que ha invadido, asesinado y humillado a millones de personas, que ha armado a conveniencia terroristas a lo largo y ancho del planeta o instalado misiles estratégicamente, ahora se encuentra al "enemigo" en casa. Creció y se alimentó criando cuervos y estos le han volado, de una manera muy hollywoodense, los dos símbolos de su poder económico, la torres del World Trade Center de New York. No por casualidad poco tiempo antes se había dado la quiebra de la Enron que arrastró a toda la economía mundial. Pero el enemigo, en realidad, siempre ha estado adentro. Esto puede verse maravilosamente plasmado en películas como "American Beauty" o "Asesinos por naturaleza" o en un libro como "American Psycho". Salvador Fleján en sus cuentos, y Boris Muñoz en sus crónicas, nos muestran en lo que ha devenido el "American way of life": un mundo no confiable en el que el otro, cualquier otro que no se parece a mí, no es un conciudadano sino siempre un "enemigo", alguien cuya alteridad hay que mantener al margen, cuyo trato puede hacerme daño, o incluso causarme la muerte, cuyo trato puede ser peligroso. Mi jefe en el car wash puede ser un terrorista, mi compañero de estudios incomprendido mañana puede llegar con una escopeta al colegio a hacer justicia y eliminar algunos pequeños enemigos y pegarse luego un tiro. Hay que limpiar la sociedad de la escoria. Obviamente ésta no es una premisa muy distinta de las que tuvo la Alemania nazi, pero en este caso quienes la enuncian son muchachos de la escuela secundaria. Por un lado, según algunas de las crónicas de Muñoz, encontramos alteridades en la calle, exhibiendo su derecho a la existencia, las marchas gays, ya tradicionales, pero por otra parte, encontramos la defensa a ultranza, con armas, con explosivos, de valores que han sido sistemáticamente violados. La violencia, el resentimiento, la venganza y el fracaso parecen los protagonistas de estas historias. Fleján, sin duda, les da a sus historias un tono y una perspectiva irónica o humorística. El mundo del narcotráfico, por ejemplo, es representado a través del mundo de la música popular latinoamericana, o el atentado del 11 de septiembre de 2002 desde la perspectiva de un venezolano en las calles de los USA que ve de pronto a su empleador en los noticieros tras caída de las torres gemelas. Fleján se instala en esa retórica del post boom latinoamericano que retoma la importancia de la anécdota, de echar un cuento de forma amena. Nada de metafísicas explícitas o grandes relatos, lo que le interesa es el hombre de a pie intentando sobrevivir en un mundo no confiable, donde lo que parece el éxito tal vez no lo sea, donde el fracaso es más bien una probabilidad estadística. Sus personajes podrían quizá ser descendientes de aquellos "pequeños seres" de pensión o burdel de Salvador Garmendia, pero la diferencia está en el tono, en la perspectiva, que como decía un poco más arriba, en Fleján tiende más hacia el humor o la ironía, tan caribeña por lo demás, tan venezolana. No debemos olvidar que como decía Kavafis en algún poema, a donde vayas te llevarás tu ciudad. La radiografía que hace Muñoz de la sociedad norteamericana y sus patologías es verdaderamente inquietante, por lo recurrente, por lo colectiva y notoria. Nos muestra una sociedad al parecer sitiada por sus propias patologías, por su propio ego monstruoso, una sociedad que se devora a sí misma. Celebro esa capacidad de Boris para echar el cuento, sin dejar además de ser profundamente humano y reflexivo. En sus crónicas observamos a un excelente periodista, inquieto, que se las juega, pero que además es un extraordinario narrador. Va cinematográficamente del gran angular, la masa en el espacio público, o un determinado paisaje, para luego ir al detalle, al drama o acontecimiento humano particular, enfocándolo siempre desde una perspectiva muy personal. No hay distanciamiento. Él está allí dentro de ese universo que nos relata, observándolo, sintiéndolo, pulsándolo. "Todo lo sólido se desvanece en el aire", esta frase, al parecer tomada del marxismo, podría tal vez ilustrar eso que he llamado, un mundo no confiable, que tanto Salvador Fleján desde la ficción narrativa como Boris Muñoz desde la crónica periodística, nos muestran de un modo extraordinario, cada uno a su manera. Han sido para mí, en dado caso, que siempre ando buscándole la quinta pata a la silla, dos visiones complementarias del mundo que nos ha tocado en suerte. Yo los felicito a ambos por esa suerte de pánico inicial, y luego ardua reflexión a la que me han llevado sus textos.
Caracas, febrero-abril de 2007
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