Conocí a Armando Rojas Guardia en
1988, era el coordinador del Taller de Poesía del Celarg, al cual yo me había
postulado. Yo era muy joven en aquellos días y trabaja en la Fundación Celarg
como secretaria de Alfredo Armas Alfonzo, en la Dirección de Publicaciones, lo
que me hacía cómodo asistir al Taller, luego de terminar mi jornada de trabajo
en el mismo edificio. Armando en aquellos días tenía ya una trayectoria
literaria, era conocido por su participación en el grupo Tráfico, que se había
conformado a comienzos de la década. Hombre de gran sensibilidad, cultura e
inteligencia, durante un año nos llevó por los caminos de la Poesía, a un grupo
de jóvenes que apenas nos iniciábamos en la escritura. Lo veíamos con
reverencia, atentos a la hondura de sus planteamientos, de aquellos textos que
nos leía y comentaba. En todo momento fue sumamente respetuoso cuando alguno de
nosotros leía sus poemas. Con el paso del tiempo fue creciendo como referente
de las letras venezolanas, y continuó siendo mentor de jóvenes y no tan jóvenes
talleristas. Podrías encontrarlo en la plaza Los Palos Grandes tomándose un
café mientras esperaba la hora de dar algún taller. Silencioso, concentrado en
alguna lectura, con un aire de antiguo monje medieval. Y efectivamente, durante
algunos años intentó enrumbarse en la carrera eclesiástica. Desde aquellos años
del taller guardé por Armando afecto y una gran admiración. Su obra fue
creciendo en el tiempo y él se transformó en una de las grandes figuras
contemporáneas de nuestras letras. Ante su reciente desaparición física, solo
nos queda recordarlo y leerlo. Comparto su texto “Casi arte poética” de su
libro Yo que supe de la vieja herida,
uno de sus libros que tengo en mi biblioteca y uno de los que más me gustan, el
cual fue publicado en 1985 por Monte Ávila Editores.
CASI ARTE POÉTICA
Belleza…santa perra.
Sánchez Peláez
Disfruto el poema como un brandy
lentísimo y soberbio sobre el labio.
El lujo decadente de mi ánimo
mostraría esta tarde sus estampas:
daguerrotipos húmedos, sombríos,
giros solemnes, como decir
"desdicha",
azucenas de altar y hasta magnolias
como aquella que Wilde se colocaba
en la solapa anchísima del traje
(Scotland Yard siguiéndole la pista
para hacer aún más bella la tragedia)
¿Hace falta decir que el tocadiscos
en ese instante justo, murmurando
viejos clisés de Brahms para
violines,
me edifican una cárcel minuciosa
donde me apresan ánades, deidades,
lluviosas como silbo entre los
álamos,
ánforas gigantescas con petunias
(se trata de una escena de Visconti),
un susurro de raso en las baldosas,
una charla con Proust en el balcón
mientras tose él su asma en el
pañuelo
aire opalino como aquel color
que contemplé yo el Como hace ya años
(la nota que faltaba: un viaje a
Europa
cuando mi adolescencia agonizante
lloraba en pleno tren tanta belleza).
Y aun si en este minuto deseara
ahuyentar de estos versos la panoplia
de lugares comunes (¡tan sabrosos,
tan de rancio alcanfor, tan frac
guardado!),
si quisiera escapar de la harmonía
de estas arpas solemnes, de este
nácar
con que la tarde irónica me escribe
una luz rubeniana, su hombro níveo,
su Verlaine otoñal en pleno trópico,
si para no asustaros me enseriara
y, como buen alumno del poema,
os dijera (les dijera, mejor)
va siglo XX, idéntico a lo bardos
(los poetas, perdón) de Venezuela:
De rodillas la tarde me invade
Tan inerme a su luz está hoy la casa
que me duelen de frágiles los muebles
y pesa la orfandad de los jarrones
Convalece el perfume.
Las paredes
porosas nos respiran.
Si yo dijera así (y ya lo han visto:
puedo ser tan moderno, yo, tan
lírico,
tan bathesiano si me lo propongo,
tan lector de Saussure como
cualquiera,
tan sintaxis de sala de conciertos),
si yo dijera así, les mentiría:
barnizando de doctrina mi poema
―semiológicamente, por supuesto―
disfrazaría tan sólo mi homenaje,
obsceno como sexo de muchacho,
a la perra tenaz, la puta invicta,
que me sigue los pasos y me muerde
todos los días el alma, igual que en
Como.
Y acaso sea por eso que me burlo
de ese animal espléndido, acezante,
de ese monstruo tallado de deseo,
de ese tótem magnífico mirándonos
con ojos de Cernuda en esta tarde:
me defiendo con unos versos torpes,
este Chopin tocado en la retreta,
este art nouveau de casa de La Guaira,
esta foto velada de Venecia
que ensucia en la avenida un
automóvil,
esta añoranza a la que más bien
quiero
en vez de desnudarla desnudándome,
nombrar como Andrés Mata en una plaza
bajo los almendrones de Macuto
junto a un vals marideño en la
rockola.
Me sé de memoria los epítetos
(en algún calabozo no lejano
con un palo le pegan a Vallejo),
y, si convierto en ron el brandy
pulcro
de este poema donde la perra ladra,
no lo olvido un instante, frente a
frente:
la puta me conoce, hasta en la calle,
y esta tinta manchándome las manos
es el rastro de sangre acusadora
que atestigua mi crimen cotidiano
y me expone al castigo inevitable
de seguir cometiéndolo mañana.
Armando Rojas Guardia
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