La pandemia
que nos ha tocado vivir este 2020 nos ha traído regalos inesperados. Tenía
tiempo con la idea de releer los libros de poemas de Harry Almela (Caracas,
1953-Mariara, estado Carabobo 2017). Estar la mayor parte del tiempo en casa me
ha ayudado a focalizarme, y heme aquí releyendo Muro en lo blanco (Monte Ávila Editores, 1991), días atrás releí su
libro Cantigas (1990). Corroboro que
la obra de Almela merecería una lectura detenida y luego un texto, un libro que
le hiciera justicia. Por lo pronto releo Muro
en lo blanco, quedo atrapada en esos días de infancia que evoca.
El escritor aragüeño era un poeta
sensible, hondo, de esos poetas de vocación, que se entregan a la poesía para
toda la vida. Además de escribir poemas, fue también promotor cultural, fue
docente en el área literaria y editor de poesía. Mi único libro editado in extenso Acto de fe, Harry lo publicó en su editorial La Liebre Libre en el
año 2000. No nos conocíamos, se lo envié por correo electrónico en 1999, por
sugerencia de Mercedes Ascanio, le gustó mi libro de tema medieval y lo
publicó, Harry era así, de carácter difícil pero generoso.
La infancia siempre tendrá en la
memoria una atmósfera cercana al sueño o al mito, a menos que hayamos vivido
una tragedia. Aún si hemos sufrido maltrato, la mirada de ese niño o niña que
fuimos se colará en la mirada del adulto que somos y algo de su inocencia, de
su capacidad de asombro permanece. En Muro
en lo blanco ambas miradas se expresan, toman voz, la del adulto que
regresa a la infancia, a través de la memoria, y la del niño que fue y cómo
este miraba el mundo, lo sentía. El adulto habla en tercera persona, la voz del
niño en primera. Hay una suerte de contrapunto entre ambas.
Esos recuerdos, esa indagación en los
espacios y emociones de la infancia, tiene una figura que se reitera y no es la
madre, no es una figura amorosa ni una figura protectora, es la figura del
padre. Este padre que reaparece en diversos poemas es una figura violenta,
castiga y agrede, de manera física y psicológica. No genera afecto, genera a su
paso sufrimiento, miedo y odio:
correa feroz
inexplicable
para los pocos años
(…)
de no saber por qué
nada me salva
sólo el silencio del conejo
un hilo hacia la venganza (p. 15)
&&&
Ganas de saber
nada más
la luz
y él quemando el árbol
de navidad rastrojos tarjetas
un balde de agua
por favor
un balde de agua
para tanta hermosura
que arde (p. 16)
&&&
(…) nosotros
temblaremos siempre
cuando vuelva el viernes
(p. 23)
Aunque esta
figura tenga un lugar protagónico en la infancia rememorada, hay también en Muro en lo blanco otros referentes más
gratos, que ha guardado la memoria. Por una parte, encontramos imágenes que se
vinculan a la naturaleza, al contexto espacial. Es el caso del río que abre el
poemario, una imagen poderosa que encontramos en varios de los grandes poetas
venezolanos, y particularmente a quienes pertenecieron al grupo Sardio. Pienso
en El río siempre de Luis García
Morales, “Entre el río” de Ramón Palomares, el río también como telón de fondo
de algunos textos de Guillermo Sucre, que también se asoman a los tiempos de la
infancia en el estado Bolívar, frente al Orinoco. En Muro en lo blanco el poeta se enraiza en esa tradición de nuestra
poesía vinculada al paisaje, que cultivaron varias de las generaciones que lo
anteceden. Almela nos dice: “en el corazón tuve/un río//río
tenaz//hospitalario/con puerta de piedra//blanca//hablaba en mayo/se quejaba
bramando (…) (p. 9) La infancia interiorana, felizmente, tiene un diálogo mucho
más cercano con la naturaleza, dialoga con ella, la siente, la escucha, conoce
sus ciclos, sus colores, sus sonidos: “mirábamos en lo alto/lo
amarillo/jadeando” (p.11) “se va arrimando/hacia las latas/el pájaro//no lo
mira/sigue/su canto solito/su grito azul/de pluma nueva” (p. 17) “quiero un nido/en la horqueta/de hoy”
(p.19) (cursiva en el original)
cada animal su nombre
abeja conejos más allá
gato loro
en el imán de las letras
entre las piedras
el sabor de las palabras
hormiga caja de fósforos
lanza tus nombres
sigue paraulata cachicamo
azulejo pluma
calle ancha
por donde vienen de nuevo
las bicicletas (p.33)
En esa
infancia recuperada también se asoma el niño que va dejando de ser niño, y vive
sus primeras experiencias de enamoramiento y erotismo, va descubriendo el
deseo, a escondidas, con la exaltación de lo prohibido, donde se unen el sentir
con el sentimiento, se explora, se vislumbra lo que después será el amor y el
desamor.
(…) quémame primero
enséñame lo que no sé
lo que después será cansancio
búsqueda en lo roto
en lo que nos deja
ciega y dulce
la memoria (p. 20)
(…) me verás
con la barbilla que
tiembla
de lo bonito
que fuimos (p. 28) (en cursiva en el original)
Recordar es volver sobre lo vivido con el corazón, la
infancia, como decía Rilke, es la época más recordada, por ser la más antigua.
Siempre podemos volver a ella con los ojos de ese niño o esa niña que fuimos,
con la mirada limpia. Muro en lo blanco de
Harry Almela, se publicó hace treinta años, pero sigue llevándonos a ese “sueño
del muro” de la infancia, donde todo aún es posible, todo aún es riqueza, es
sorpresa ante nuestros ojos. Nos entrega esa mirada intacta preservada en la
memoria.
Beatriz Alicia García