El poeta aragüeño Miguel Ramón Utrera fue maestro de mamá
en la escuela primaria, varias décadas después lo conocí alguna mañana que fui
a visitarlo a San Sebastián de los Reyes, e inicié con él una enriquecedora
amistad, que continuó en el tiempo a través de espaciadas visitas y algunas
cartas que nos escribimos entre una visita y la siguiente. Entre algunas
recomendaciones que me diera estuvo la importancia de leer los clásicos de la
lengua española, y en algunas de mis visitas me regaló un libro de poemas de
Juan Ramón Jiménez. Como muchacha urbana me costó valorar los versos de este
gran poeta, porque en ese entonces buscaba en la poesía un espejo donde pudiese
ver mis emociones, mis sentimientos, no sabía, como ahora, que la poesía es
lenguaje, es imagen, es ritmo. Jiménez es un poeta melancólico, sosegado, y
rural. Para una muchacha adolescente y capitalina, naturalmente le era difícil
ver la honda belleza de su poesía. Tres décadas después, con más vida, más
lecturas, unas cuantas experiencias vividas o dejadas de vivir, comparto en
este posteo un poema de Juan Ramón Jiménez y uno de Miguel Utrera, como un
humilde homenaje a ambos poetas, a su sabia mirada, a su oído a los sonidos de
la lengua, a su capacidad de ver lo que no vemos y de hacer de esa mirada
imagen poética.
Beatriz Alicia García
(...Anda el agua de
alborada...
Romance popular)
DORABA la luna el río
—¡fresco de la madrugada!—
Por el mar venían olas
Teñidas de luz de alba.
El campo débil y triste
se iba alumbrando. Quedaba
el canto roto de un grillo,
la queja oscura de un agua.
Huía el viento a su gruta,
el horror a su cabaña;
en el verde de los pinos
se iban abriendo las alas.
Las estrellas se morían,
se rosaba la montaña;
allá en el pozo del huerto,
la golondrina cantaba.
Juan Ramón Jiménez
TONADA CAMPESTRE
A
una niña que cantaba villancicos,
en Campoalegre
Tu campo, niña, tu campo
alegre está como el día.
Tu nombre alegre y tu campo:
qué derroche de alegría!
Nadie nos dijo tu nombre
—y nadie lo ocultaría—
pero al ver tu campo vimos
que el nombre en él
florecía.
Tu nombre alegre y tu campo:
qué prodigio de alegría!
Tu risa estalló en la fronda.
Fue como una epifanía...
Sobre tu voz el silencio
dijo ya lo que sabía.
Nunca se oyó lo que dijo,
pero el campo lo diría:
tu risa alegre y tu campo:
qué portento de alegría!
Tu campo, niña, tu campo,
—joya de gracia en el día—
tu risa, tu voz y todo
tu nombre que florecía.
Campoalegre y tu recuerdo:
todo un caudal de alegría!
Miguel Ramón Utrera
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